jueves, 4 de agosto de 2005

Rayuela vivida (arrebato VI)

Aparté un momento la vista del libro que estaba leyendo justo para verte entrar en la cafetería. Afuera, tras los cristales empañados, hacía frío y tú llevabas un gracioso gorro de lana color pistacho calado hasta las orejas. El pelo rubio sobresalía liso desparramándose sobre tus hombros. Al ver que te miraba sonreíste y me sacaste la punta de la lengua haciendo un mohín infantil. Ya no pude volver a la lectura. Te seguí con la mirada hasta la barra, donde pediste algo que resultó ser un té y le indicaste mi mesa al camarero. Sentándote junto a mí volviste a sonreír de esa forma que yo entonces aún no conocía, pero que ya intuía que me desarmaría siempre que lo desearas. Con un acento, tu acento, que sólo podía venir del norte me dijiste hola, me llamo Rachel, cómo estás, estoy muy bien contigo. Todas frases sacadas de un pequeño diccionario de conversación que dejaste sobre la mesa.
Esa tarde estuvimos conversando durante horas en un galimatías de frases en castellano e inglés. No nos dijimos muchas cosas, pero cada una de ellas requería un especial esfuerzo de comprensión. Quizás fuera por ese motivo que pronto aprendimos a entendernos con un simple gesto o una mirada. Sin saberlo ya sabíamos que nuestra comunicación iba a ser más corporal que oral. Sin haber dicho nada al respecto, ya sabíamos que esa noche al menos uno de los dos no iba a dormir en su casa. Tu forma de sugerirlo fue un exigente vamos a tomar vino con esa sonrisa tuya dibujada en la cara.

Salimos a la calle helada, yo con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, tu colgada de mi brazo acoplándote a mí de forma que debíamos sincronizar nuestros pasos, tac, tac, tac, tacatac para no tropezar, pero aún así tropezabas en el relieve de las baldosas de la calle con tus botas de tacón. Yo en silencio jugando, dándole vueltas al mechero y al paquete de tabaco del bolsillo derecho, tu hablando alegremente de tu estancia en la ciudad, parándote a recoger unas flores tiradas frente a la floristería, deteniéndote en los escaparates de las pequeñas tiendas de comestibles con sus miles de pequeños botes, paquetes, botellas, cajitas encajadas entre si como piezas de lego. Sonriéndote secretamente, con gesto goloso, ante las cajas expuestas frente a las fruterías, como si esa exhuberancia de formas y colores brillantes te sugiriera lo más parecido al paraíso. Supongo que eso fue lo que acabó por cautivarme, esa alegría por lo nuevo, esa transparencia en la mirada.

Nos recogimos a la mesa de un pequeño restaurante del barrio de Gracia. Poco importaba que no entendiéramos la mitad de lo que nos decíamos con palabras pues ya estaba todo dicho. Encargué un plato de jamón, entreveteado de grasa, que devoraste con la alegría del niño que prueba por primera vez el chocolate, acompañándolo con una botella de rioja con título nobiliario en Murrieta. Yo, que siempre me he considerado republicano, paradójicamente guardo un gran respeto por cierta nobleza nacida entre Logroño y Vitoria. Cuando del vino sólo quedaba un recuerdo en el fondo de la botella ya nos habíamos tenido que desprender de algunas piezas de ropa gruesa. Hacía calor en el restaurante, pero mayor era el que provenía de nuestro interior. A mitad de la segunda botella, esa sonrisa tuya ya se había instalado definitivamente en medio de tu rostro, y no lo iba a abandonar en lo que quedaba de noche. Tus miradas me decían que ya habías decidido qué querías de postre. Por las mías sabías que estaba en la carta.

Ya en la calle tac, tac, tac, tacatac, tac, tacatac en una descoordinación etílica que hacía que nos detuviéramos constantemente para reírnos. En una de estas paradas te abracé, rodeándote, acurrucándote con mis brazos y el abrigo abierto, tú acoplándote, fundiendo tu cuerpo en el mío mientras me mirabas a los ojos, esperando. Muy lentamente acerqué mi cara a tu cara, dilatando el tiempo y las pupilas, cada vez más cerca y reflejando mis ojos en tus ojos en mis ojos en tus ojos en un infinito juego de espejos. Rozando levemente la punta de mi nariz en la tuya, hundiendo mis dedos en tu pelo para acariciar levemente la nuca, presionarla levemente para acercarte más a mí, para rozar tu sonrisa con mis labios. Sin prisa, el tiempo detenido, acomodando nuestro abrazo, encajando nuestros labios y sincronizando nuestra respiración en una sola, un aliento en común degustando tu sabor a vino en un roce de lenguas. Lenguas que habían abandonado la comunicación hablada para tantearse hasta entender esta nueva cadencia de movimientos.
Separándote levemente me sonreíste mientras con los ojos me indicabas hacía dónde debía mirar, hacia un lado de la calle donde un letrero luminoso anunciaba una pensión. Sin decirnos nada entramos y cogimos una habitación.

Te detenías en cada uno de los descansillos de la escalera para dejarte abrazar y besar, los labios, los párpados cerrados, el cuello. Me separabas bruscamente de un empellón y un gesto fingidamente escandalizado para, acto seguido, correr escaleras arriba, pero sin prisa, dejándote atrapar nuevamente en el siguiente descansillo. Mis manos se perdían por debajo de tu ropa, sobre tu piel, bajo tu sujetador en un roce de la palma de mi mano que provocaba el efecto deseado y tu jadeo y el fluir agolpándose de la sangre en un punto creciente de mi cuerpo. Palabras entrecortadas en un lenguaje incomprensible para nadie ajeno a nosotros acudían a nuestros labios. Llegamos precipitadamente a la habitación, ahora ya con urgencias nacidas del vino y el deseo, del roce de cuerpos durante la atropellada subida.

Mientras yo cerraba la puerta a mi espalda, caminaste con un balanceo de caderas hasta el centro de la habitación y empezaste a desnudarte con gestos exageradamente teatrales, de cabaretera de bar de carretera, mientras lanzabas tu ropa por el suelo, tarareando una melodía que sólo tú conocías pero que sonaba a provocación y a sexo. Siempre mirándome. Siempre sonriéndome. Me quedé apoyado en la puerta después de quitarme el abrigo, fumando un cigarrillo y observándote, al fondo la ventana con la pesada cortina medio corrida dejando entrar la luz roja del letrero que se desparramaba sobre la cama, sobre la pared opuesta y sobre tu cuerpo vestido de aire. Un cuerpo generoso y bien proporcionado, tus pechos firmes luciendo unos pequeños pezones endurecidos de excitación, el vello ausente de tu pubis hacía que parecieras más joven aún de lo que en realidad eras. ¿Veinte años? pensé. Totalmente desnuda, te enfundaste tu gorrito de lana y te acercaste a mí andando con descarada provocación, tomándome de la mano para acercarme a la cama. Sentada sobre la colcha empezaste a desbrocharme el cinturón. Después la cremallera y el botón del vaquero, bajándomelo hasta medio muslo. Un rápido vistazo fue suficiente para comprender que tu número de strip tease había gustado al público. Bajaste el slip y en una rápida cabezada hiciste desaparecer esa parte de mi cuerpo entre tus labios. Jugando con la lengua, recorriéndola en toda su longitud desde la punta hasta la base para, de nuevo, volver a la punta para volver a hacerla desaparecer en tu boca que emitía jadeos guturales, desde el fondo de la garganta, que hacían vibrar tu lengua que hacía vibrar todo mi cuerpo ensamblado al tuyo. Hundía una mano en tu pelo, presionando levemente tu cabeza como si de esta forma tranquilizara mi temor a que eso terminara, sin poder apartar la mirada de tus movimientos, de esa cadencia y ese vaivén que amenazaba con hacerme enloquecer, con vaciarme desde el fondo de mis entrañas.
Con cierta torpeza me despojé del jersey y la camisa. Precipitadamente me ayudaste a quitarme los zapatos y el pantalón y ya desnudo me tumbé en la cama, lanzándote golosamente de nuevo sobre el postre. No paraste de darme lengüetazos, de lamer, sorber sin dejar de contonear las caderas ligeramente levantadas, mostrándome un delicioso perfil de tus nalgas y tu espalda arqueada hasta que, ya con la respiración entrecortada y entre jadeos, vacié muchos días de abstinencia recibiéndolo con una sonrisa sin apartar tu mirada de mi cara, desencajada de placer, que te miraba con infinito agradecimiento por esos minutos de goce, esos instantes de muerte dulce y abandono en los que más allá de esas cuatro paredes, de nuestros cuerpos, nada importa porque nada existe.

Esa noche nos amamos hasta dejarnos los cuerpos temblando y de nuevo a la mañana siguiente. Ya en la calle te cogí la cabeza suavemente entre mis manos y te dibujé un dulce beso en los labios. Después nos separamos y yo no sabía de ti más que tu nombre y tu cuerpo. No me diste tu dirección, ni tu teléfono ni tan siquiera una dirección de correo electrónico donde localizarte. Yo tampoco te di nada más que ese último beso, pero ambos sabíamos cómo encontrarnos, cómo forzar al azar en un juego que tenía algo de riesgo y algo de trampa y algo de dulce espera.

Durante los dos meses siguientes estuvimos jugando al azar. Te buscaba por esos lugares donde imaginaba encontrarte o por otros donde ya te había encontrado alguna vez. Subía por Torrent de l’Olla desde Córcega y un día embocaba Perill, mientras que otro no me desviaba hasta que divisaba la torre del reloj de Rius i Taulet. Otro día te encontraba en el colmado del cruce con Travessera, comprando una botella de vino, o un cuarto de queso. Al siguiente te localizaba paseándote entre las paradas de vendedores ambulantes en la plaza de la Virreina y siempre había algún día que el azar jugaba en contra nuestra y mientras yo subía por Torrijos, tú bajabas por Verdi y esa noche dormía de mal humor acompañado por mi propia soledad, que siempre fue mala compañía, trazando mentalmente un recorrido por el que posiblemente habrías paseado.

Había noches que ya no esperaba encontrarte y daba contigo en un bar de la plaza del Sol, o en el María, jugando al billar y coqueteando con dos tíos que te comían con los ojos. Entonces una punzada de celos me sorprendía, porque ambos sabíamos que no había amor en esa relación, ambos sabíamos y nos habíamos no dicho que sólo nos unía la pasión y el deseo y que no había ninguna intención de buscar el sexo en otro que no fuera en nosotros, no por compromiso, sino por no existir la necesidad de hacerlo. Pero esa punzada desaparecía tan a prisa como había aparecido cuando me veías y venías a mi encuentro, abandonando el taco sobre el tapete del billar sin importarte si movías las bolas dispuestas sobre la mesa. Te pegabas a mí, ofreciéndote en cuerpo y alma, besándome como si hiciera más de una vida que no nos veíamos. Esos días nos tomábamos unas cervezas y salíamos a la calle a buscar una pensión donde encerrarnos durante toda la noche.
El ritual se repetía con variaciones sobre una misma estructura narrativa. Te detenías en cada esquina para dejarte abrazar, ciñéndote contra mi cuerpo para ponderar la dureza que se intuía a través de la tela de mi pantalón. Y me sonreías con esa sonrisa tuya que no podía resistir, que no podía negarte el capricho de comprar una rosa a cualquier vendedor ambulante que te la ofrecía y que tú cogías, como si fueras una niña a la que ofrecen un globo una mañana de domingo en el parque.

La última noche que te vi aún no sabía que iba a serlo. No lo comprendí cuando, la mañana de ese mismo día, después de pasar contigo la noche, me citaste a una hora determinada en un sitio determinado, contrariamente a lo que había sido norma no escrita durante ese tiempo. Si preámbulos, me cogiste de la mano y me llevaste directamente a una pensión. Ya en la habitación, cerraste la puerta y me apoyaste bruscamente contra ella, empezando a desabrocharme los botones de la camisa con una sonrisa viciosa, pasándote la lengua por los labios. Me besabas en el pecho, pellizcándome y mordiéndome mientras empezaste a desabrocharme el cinturón y los pantalones, que pronto estuvieron tirados en el suelo de la habitación. Conmigo de pie junto a la puerta, te arrodillaste acercando tu cabeza, tus labios calientes, tu lengua húmeda, hasta apoyar tu frente en mi vientre, levantando la mirada para clavarla en mi rostro extasiado, atragantándote, apartando la frente para volver a apoyarla en mi estómago y clavándome las uñas como si temieras que me apartara, nada más alejado de mis intenciones. Sentía la suavidad de tus labios y el ronroneo de tu garganta mientras te acariciabas los muslos, el vientre, el sexo. Por el ritmo de mi respiración supiste que estaba rozando el límite de mi resistencia y tú me hiciste alcanzarlo para, con un rápido movimiento, vaciarme sobre tus pechos mientras me mirabas a los ojos con una sonrisa dibujada en los labios.

Te llevé en volandas hasta la cama y te deposité suavemente. También con suavidad y firmeza, te separé las piernas para besar tu sonrisa vertical, besar esos labios que no hablan ni falta que les hace para saber qué desean. Hundí mi lengua entre los pliegues hasta encontrar ese pequeño botón, el resorte que hace que te estremezcas, que tiembles y gimas y patalees y te quejes sin convicción y a él me apliqué hasta que empezaste a gritar y perdiste el control de tu cuerpo, sacudido por descargas eléctricas y espasmos y empezaste a llorar y a reír y a pedir perdón y a reír otra vez y a pronunciar mi nombre una y otra vez mientras me abrazabas con fuerza y pedías que te abrazara.
Separándome un instante, me tumbé de lado a tu espalda, observando el perfil de tu cuerpo. Con las yemas de los dedos acaricié el perfil de tu cuerpo que se recortaba sobre el blanco de las sábanas que se diluían en lo oscuro de la noche. La levedad de esas caricias te producía escalofríos y risas entre gemidos de satisfacción y el vello erizado y la piel de gallina, que borraba frotándote el cuerpo con la mano entre tus risas. Levantándote una pierna con la mano me fui acercando hasta que encajé mis caderas pegadas a tus nalgas, que empezaste a mover con urgencia. Con la mano libre te acariciaba el perfil de tus muslos, de tus caderas, de tu cintura. Te arañaba suavemente la espalda y te besaba la nuca, el pelo. Jugaba a abarcar levemente con un roce tu pecho. Y tú no parabas de golpear tus nalgas contra mis caderas. Poco después te apartaste y, tumbándome sobre la cama, te pusiste a horcajadas encima de mí, mirándome entre sorprendida y satisfecha, empezando un movimiento de contorneo y después de balanceo sin separar tu cuerpo encajado al mío, sin dejar de sonreír. Apoyando los puños sobre mi pecho mientras acelerabas el movimiento, incorporándote ligeramente sobre tus rodillas, veía rebotar tus nalgas sobre mis piernas semi flexionadas.

Pero ese día no tenías suficiente con nada, querías más, lo querías todo. Sacaste del bolso un bote de aceite que compramos para hacernos masajes y te pusiste boca abajo en la cama, pidiéndome que te masajeara como ya había hecho en muchas otras ocasiones. Otras veces me habías pedido que te masajeara los pechos con aceite, o las piernas, pero lo que más te excitaba era que te frotara las nalgas para después hacerte sentir toda mi excitación entre tus nalgas relucientes. Te hice el mejor masaje que supe, con las palmas de las manos, con los dedos, con la lengua mientras tú te ofrecías arqueando ligeramente la espalda. Estuve entrando y saliendo, hurgando con los dedos en anversa y en reversa, frotándote, besándote, lamiéndote hasta que la excitación empezó a enfermarnos y entonces, arqueando la espalda hasta el límite de tus vértebras, me pediste que me acercara para guiarme hacia donde aún no conocía el camino. Con la mano me fuiste acercando a la entrada y muy suavemente, todo lo despacio que nos permitió la premura que nos consumía, fui abriendo el estrecho camino que me acababas de indicar, centímetro a centímetro y entre quejidos y gemidos y sacudir de caderas por tu parte. Muy lentamente empecé a acomodarme en ese nuevo camino de placer, despacio para ir acelerando y sujetándote con firmeza las cadera empecé a golpearte las nalgas con mis caderas, cada vez más fuerte y tú, entre quejidos y jadeos y gritos me pediste que te llenara.

Esa noche apenas dormimos. Estuvimos haciendo el amor, besándonos o simplemente abrazados y en silencio hasta el amanecer. El sol del mediodía se colaba entre las láminas de la persiana medio cerrada cuando despertamos y tú estabas más guapa que nunca. Incorporada sobre la cama, despeinada, el sol te bañaba en franjas de luz y sombra, justo tal como eras tú. Entregada y misteriosa. Amiga y desconocida. Y una duda ensombreció mi placer. ¿Y si empezaba a quererte?


Cuando nos despedimos en la portería de la pensión, por tus ojos humedecidos lo supe, por tus besos titubeantes y más largos que de costumbre lo supe. Te ibas, regresabas, y ya no te volvería a ver.

Después de ese día y aún durante un par de semanas estuve recorriendo esas calles tan conocidas para mí, rehaciendo mentalmente recorridos que me habías explicado en alguna ocasión en un intento de encontrar una lógica al azar. Secretamente esperaba encontrarte, aunque sabía con certeza que no iba a ser así.


(Sugerencia de consumo)
Leer con la suave melodía de Kind of Blue de Miles Davis.

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