lunes, 26 de marzo de 2007

Una noche cayeron las estrellas

El valle era una profunda herida que el agua había hollado en la montaña tras millones de años de crecidas y heladas. Una estrecha franja de prados junto al río, entre altivos espolones de piedra caliza coronados por majestuosos picos, cubiertos de nieve incluso ahora en verano. Tendidos sobre una fuerte pendiente, el verde oscuro casi negro de los pinos formaba una franja divisoria de bosque entre el verde brillante de los prados y la piedra desnuda salpicada de grises y teja. En lo más caluroso del día, el aire se saturaba del aroma perfumado de la resina, llegando hasta lo más profundo del valle, junto a las piedras del río donde se sentaba hasta que se le secara el bañador. Acostumbrado como estaba a las brumas de la costa, el azul intenso y cristalino del cielo le parecía una inmensa cúpula de porcelana.

Estaba impaciente por que anocheciera, pero ¡uf! recién había terminado de desayunar y se había precipitado corriendo al río. Si se bañaba así, muy rápido después de desayunar, no tenía que hacer la digestión. Eso le había dicho su padre. Y él se lo creía, porque su padre lo sabía todo. Sabía, por ejemplo, lanzar piedras y que rebotaran en el lago. También sabía encender la barbacoa y atar cuerdas a los árboles para lanzarse al río como Tarzán. Él gritaba como Tarzán cuando se lanzaba al agua, pero su padre lo hacía mejor. Y le había prometido que después de cenar y antes de acostarse, saldrían del pueblo hacia el bosque para ver las estrellas. Sí, irían al bosque de noche. Pero no tenía miedo porque los dos llevarían una linterna. Él también tenía una linterna. Se la habían regalado para su cumpleaños. Ya no le cabían todos los años en una mano. Además su padre sabía ir por los bosques de día y de noche.

Siempre dormían la siesta después de comer, pero ese día fue incapaz. Su padre le había dicho que aquí, en la montaña, hay más estrellas que en la ciudad. Tantas que no se pueden contar, pero él sabía contar hasta mil. Y cuando se sabe contar hasta mil lo demás es fácil, porque después de eso todo es volver a empezar. Primero dos mil, después tres mil y así hasta llegar otra vez a mil. Sabía contar hasta mil mil veces. Pero su padre decía que hay más estrellas que mil mil veces.

Se puso a contar pero al llegar a cien ya se había cansado. No se pueden contar –pensó- porque uno se cansa antes. O porque antes de terminar ya se ha hecho de día otra vez. Un día estuvo contando en voz alta. Cuando llegó a mil continuó como le habían enseñado en la escuela mil uno, mil dos, mil tres pero su padre le dijo niño cállate que vas a volvernos locos. Por eso no se pueden contar las estrellas, porque te vuelves loco.

Cansado de estar en la cama sin poder dormir, salió de su habitación, cruzó el pasillo con sigilo hasta la puerta y la abrió con cuidado. Salió al calor de la tarde y la cerró tras de sí, también sin hacer ruido. Bajó corriendo la calle hasta el lago para tirar piedras. Su padre le había enseñado cómo lanzarlas para que rebotaran por el agua, pero él las lanzaba y se hundían con un blup. En verano hace calor porque los días son más largos. Hace sol más rato y lo calienta todo. El sol es una estrella, pero se ve de día. Es la única estrella que se ve de día. El resto de estrellas son más pequeñas y se ven de noche. Dice su padre que no son más pequeñas, que se ven así porque están más lejos. Su padre también tira las piedras más lejos, por eso rebotan sin hacer blup.

El sol reverbera en la superficie del lago haciéndole achinar los ojos para ver la trayectoria de sus piedras. En la orilla opuesta está el cañizar adonde iban a coger ranas. Resbalan como una pastilla de jabón, pero no tanto como las truchas. Además, las ranas no se comen. Esta noche cenarán truchas. Su padre y él irán a pescarlas, pero su madre dice que por si acaso ella hará una tortilla(1). ¡Eh, ha rebotado! Hay que coger las piedras más planas y lisas para que reboten sobre el agua. Pero a su padre le rebotan cinco, seis y hasta diez veces. Es muy difícil contarlo, aunque él sabe contar hasta mil mil veces. Pero al final rebotan muy deprisa y es muy difícil contarlo. Nunca se sabe si ha rebotado ocho, nueve o diez veces. Hay que imaginárselo un poco.

Las noches son frías y húmedas incluso en verano. Vestidos con anorak, guantes, gorro de lana y calzados con botas de montaña, dos desiguales figuras avanzan sobre la espesa alfombra de pinaza y musgo del bosque. Las ramitas crujen bajo sus pies y la noche está poblada de sonidos desconocidos para él. Algunos sí los conoce. Ese uh, uh es un búho o una lechuza, pero hay otros sonidos de fondo. Dos haces de luz perforan la noche ante ellos. A los lados la oscuridad es total, densa, casi se puede palpar. Busca la mano de su padre, aunque no tiene miedo. El corazón late desbocado. Es una situación excepcional para él. Acostumbrado como está a acostarse recién cenado, salir al bosque por la noche, con su padre, es algo novedoso e intenso. Hay que andar por el bosque, ascendiendo entre raíces y piedras, durante media hora más o menos. Al final se terminan los árboles y se abre un gran prado alejado de las luces del pueblo. Dice su padre que desde allí se ven todas las estrellas. También dice que esta noche no saldrá la luna. Cuando la luna crece tiene forma de D, y cuando disminuye de C, al revés que las palabras. El sol no crece ni disminuye, sólo sale y se esconde.

En el tramo final la pendiente se acentúa. Hay que trepar entre rocas y raíces retorcidas que se hunden entre las grietas, quebrando la piedra. Él pasa primero y su padre le empuja desde abajo hasta que consigue trepar la última roca. Todavía agachado, se gira para ayudarle, pero el padre ya ha trepado junto a él. Se incorpora y mira hacia el prado que se extiende a sus pies, apaga la linterna y se hace el silencio. Sólo se oye la respiración acompasada y los latidos de su corazón. Y empieza a ver las lucecitas. Pequeñas lucecitas de color verde claro que parpadean en el suelo. Primero unas pocas, más tarde cientos y hasta mil mil veces. Miles y miles de lucecitas parpadeando alegremente. Pero no están en el cielo. ¿Las estrellas se han caído? Mira a su padre sorprendido, con gesto interrogante. Y su padre sonríe y le dice son luciérnagas. Por eso, porque su padre lo sabe todo, ahora él sabe que las estrellas, cuando caen al suelo, se llaman luciérnagas. Y no se pueden contar de tantas que hay. Ahora también él sonríe.



(1) Juego de palabras intraducible. En catalán, tortilla y trucha se dicen igual: truita.
Mi madre nos hacía esta broma siempre que mi padre y yo íbamos a pescar. Y menos mal, porque de lo contrario la mayoría de veces nos habríamos quedado sin cenar.

3 comentarios:

Gregorio Luri dijo...

¡Claro! Es el realismo de las madres lo que nos permite a los padres ser somniatruites.
Cuando lo descubres en tu propia piel te reconcilias definitivamente con tus progenitores.

arrebatos dijo...

Cierto. Las madres son un valor a largo plazo.
Siendo pequeño sólo se aprecian cosas como hacer rebotar las piedras en el agua o construir fantásticos castillos de arena. Llegar a casa y tener un plato en la mesa o la ropa limpia es algo que se da por supuesto.
Sólo con el tiempo llega uno a apreciar y valorar todo eso hasta el punto de intercambiar recetas :-)

grooveadam dijo...

I like the your icon pic