miércoles, 5 de marzo de 2008

Narrativas (II). Narrador omnisciente. Escena y resumen.

Sigo con la serie de narrativas. He tardado en escribir este porque hay bastante teoría y, pese a que a mí me resulta interesante, no sé cómo hacerlo para que no sea tediosa. Además, este relato no termina de convencerme.

Un texto literario no es más (ni menos) que una sucesión de escenas y transiciones o resúmenes. Pero deben ser las escenas y su manera de entrelazarlas las que den consistencia al texto, pues ahí es donde se desarrolla la acción. El resumen no debe utilizarse más que de apoyo o transición, y cuanto menos se use, mejor. La escena tiene un tiempo y un espacio definidos, sucede en tiempo real; pasa aquí y ahora o allí y hace un tiempo, pues es un segmento en el tiempo narrativo. Hasta el S.XIX se hizo un mayor uso del resumen, pero a partir del S.XX, quizás por al aparición del lenguaje cinematográfico (aunque en el cine mudo, en sus inicios, se usaba el resumen mostrando únicamente textos sobre fondo negro), el texto literario se sostiene sobre las escenas. De hecho, el cine o el cómic son lenguajes narrativos basados únicamente en escenas. No es posible el resumen en ellos. La escena suele (y debería) estar mostrada, mientras que el resumen suele ser contado. Contar una escena es cuanto menos reprochable. Mostrar un resumen está sólo al alcance de los grandes.

Existen cuatro tipos de narrador:
  • Protagonista: es un personaje y conoce sus propios pensamientos.
  • Testigo: es personaje pero no conoce los pensamientos del personaje sobre el que narra.
  • Cámara: no conoce los pensamientos de los personajes ni es uno de ellos.
  • Omnisciente: conoce los pensamientos de los personajes, pero no es uno de ellos.
Este último es el más habitual y prácticamente el único hasta el S.XX. Fue el clásico en el S.XIX (Balzac, Hugo, Melville, Dostoyevsky), aunque muchas de las licencias que se permitían en esa época (emitir juicios de valor, hacer digresiones) ahora está prohibido excepto para Coelho o las novelitas de autoayuda, valga la redundancia.

Bien, y tras esta perorata, el relato. En este nos pidieron que estuviera estructurado en tres escenas enlazadas por dos transiciones. El estilo a lo S.XIX, así como la inconsistencia de los diálogos, fueron cosecha propia. La historia (algunos la reconoceréis) es demasiado larga como para contarla en dos páginas, que es el límite que nos ponen.


Miró el matasellos de la carta, le dio la vuelta y viendo el remitente una sonrisa centelleó en sus ojos. Despidió al mayordomo con un gesto indolente de su mano derecha, abrió el sobre y recostándose en el sillón la empezó a leer. Ella había observado toda la escena sentada junto a la ventana, en silencio. Una hermosa edición de “El paraíso perdido” de Milton se había quedado abierta sobre su regazo desde que la entrada del mayordomo había interrumpido su lectura, y como fuera que Percy seguía leyendo sin decir nada, cerró el libro y se levantó con el propósito de confirmar su intuición. De pie junto a él le preguntó sin rodeos, a lo que este respondió distraído:
–Sí… es de George.
Y siguió leyendo por completo ajeno a la inquietud de Mary.
–Pero… ¿Dice algo de Claire? –insistió ella mientras jugaba a enrollarse un dedo con la cinta que anudaba su corpiño.
Percy dobló la carta, la metió de nuevo en el sobre y se levantó para dejarlo sobre la mesa del escritorio. Regresó junto a ella, y cogiéndola de los hombros y en un tono cariñoso, le resumió el contenido de la misiva.
–Sí, se acuerda de ella. De todos nosotros, pero especialmente de ella –hizo una breve pausa, como intentando organizar mentalmente las palabras–. De hecho nos ha invitado a ti, a mí y a tu hermana a que pasemos el verano en su residencia del lago Ginebra. Dice que ahí el aire es puro como un cristal y a mediados de mayo los prados están llenos de flores. Debemos partir cuanto antes si queremos verlos. Enviaré un recado a la srta. Clairmont.
–Oh, no hace falta –le cortó Mary alegremente–-, yo hablaré con Claire. Mañana iremos juntas a comprar ropa para el viaje.
Se dirigió corriendo hacia la ventana. Algunas de las gotas que caían sobre el alféizar estallaban en minúsculas partículas salpicando el cristal. El cielo se veía brumoso y pesado, como si estuviera reposando sobre las copas de los árboles.
–No para de llover –se quejó lastimeramente–. Lleva días lloviendo y no parece que vaya a cambiar. Da la impresión que el verano no vaya a llegar nunca.
La casa fue un auténtico caos de ropas y baúles durante los tres días que siguieron a la llegada de la carta. Al cuarto desembarcaban en el puerto de Dunkerque, donde alquilaron una diligencia que les llevaría, siguiendo un buen trecho del curso del Rhin y después al sur, hasta Ginebra. Una de las noches la pasaron en un hotel de Darmstadt, en Renania. Después de la cena, fueron a una taberna a beber kirsch acompañados por el cochero. Junto a su mesa, un grupo discutía acaloradamente y Percy le rogó al cochero que les tradujera la conversación. Hans, un hombre de mediana edad, con la piel curtida y los ojos pequeños rodeados de miles de finas arrugas, titubeó un instante.
–¡Bah! –exclamó, intentando no dar importancia al tema–. Milord ya se puede imaginar cómo somos la gente de pueblo. –Se santiguó con disimulo–. No hablan más que tonterías y supersticiones. Yo, en su lugar, no les haría ningún caso.
–Insisto, mi buen Hans. Todo lo que tenga relación con leyendas que desconozco, me colma de interés. Díganos, haga el favor –dijo mientras deslizaba una moneda sobre la mesa–. ¿De qué están discutiendo estos hombres?
Hans vació de un trago su copa, se santiguó otra vez, cogió la moneda y besándola continuó.
–Hablan del loco Dippel –dijo casi en un susurro–. Habitó el castillo hace casi un siglo, aquí cerca. Pero no son más que habladurías de borrachos. Nadie lo sabe en realidad. Todo se reduce a uno que le dijo a otro que uno le contó que un día lo vieron… ¡Oh, Dios me perdone!
–Continúe –le invitó Percy, mirándolo a los ojos–. ¿Qué se supone que vio alguien?
El cochero miró su copa vacía y Percy comprendió de inmediato. Hizo un gesto al camarero, que rápido las rellenó. Tras otro trago, Hans continuó con su relato.
–Profanaba tumbas –dijo de golpe–. Las vaciaba y se llevaba los cuerpos a su castillo para vaya usted a saber qué aberraciones. ¿Es eso ser un buen cristiano? ¡Fue un monstruo! ¡Quería obtener las almas de los recién sepultados!
El viaje hasta Ginebra continuó bajo la fina y persistente llovizna que no les había abandonado desde su partida. El cochero, sentado en su pescante y cubierto con una capa engrasada, apenas abrió la boca. La historia del loco Dippel les había calado a todos más que la lluvia y el frío, sobretodo a la joven Mary, quien poseía un corazón romántico y apasionado y, por esa misma razón, muy impresionable. Sin embargo, cuando el camino empezó a ascender entre colosales muros de piedra o atravesando los profundos y verdes valles de los Alpes, la historia pasó a un segundo plano, casi olvidada.
Pocos días después divisaron el lago, velado tras una maraña de nubes bajas y neblina. El sol bajo del atardecer lo teñía todo de ocres anaranjados, dando la impresión de estar ante un gran y polvoriento incendio. Pese a encontrarse cerca de su destino, el mal tiempo y el frío empañaba su ánimo y su deseo era llegar, más que para ver a su amigo, para descansar en un lugar cálido y seco.
Tras un tramo en que las ruedas crujieron por un camino de grava, el coche se detuvo y Hans se giró hacia atrás para dar el aviso.
–¡Ya hemos llegado!
Claire se precipitó hacia la ventanilla y lo vió allí. Apoyado en el marco de la puerta, bajo el porche sostenido por columnas, lord George Gordon Byron saludaba de manera ostensible a los recién llegados. Abrió precipitadamente la portezuela y salió corriendo a su encuentro con los brazos abiertos. Mary y Percy se buscaron con la mirada y sonrieron con complicidad. Él salió primero, y plantado bajo la lluvia, le tendió la mano para que descendiera del coche.

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