sábado, 23 de agosto de 2008

De Salamanca a Peñafiel

La había visitado hace un montón de años, en una ruta que hice con mis padres hace casi treinta años, o quizás veinticinco, no lo recuerdo con exactitud. Por lo tanto, a todos los efectos y salvo algunos detalles que todavía conservaba en la memoria, esta era mi primera visita a esta ciudad, algo que se agradece porque Salamanca invita a perderse por sus calles y sus plazas para así descubrirla. Entrar en la primera tasca que nos crucemos a tomar un vino –¿rioja o ribera? te pregunta el camarero- y una tapa para continuar caminando hasta la siguiente, en la que repetiremos el ritual. Costilla, panceta, riñones, chanfaina, jamón… La elección se hace difícil, aunque con la tranquilidad de saber que sea lo que uno pida, no se va a equivocar.

las conchas de la casa


Cuando hice la reserva, por teléfono, del hostal me preguntaron si prefería una habitación interior o exterior. A las cinco de la madrugada, esta pasada noche, tumbado en la cama con los ojos como platos clavados en el techo mientras escuchaba a las hordas de borrachos berreando por la calle Meléndez, me he arrepentido de mi elección. Es por eso que el trayecto desde Salamanca a Valladolid lo he dormido hasta Tordesillas.

terraza en la plaza mayor arcada de la plaza mayor

Desde tres kilómetros antes de cruzar el Pisuerga, el paisaje junto a la carretera se convierte en el paraíso del promotor inmobiliario, una pesadilla de bloques de viviendas clónicas con sus ridículos parterres con escuálidos arbolitos; una maqueta a tamaño natural hecha con prefabricados, un catálogo de pisos muestra a pagar en cuarenta años con muchas facilidades, lejos de todo y cerca de nada. Poco después, tras cruzar el puente, entramos en la ciudad y el autobús aparca en la cochera. La estación de autobuses de Valladolid nos recibe con banda sonora del Dúo Dinámico y dos relojes: un marca las cinco y el otro las cinco y cuarto. La chica que atiende la taquilla, además de ir estreñida y tener la regla, no sabe los horarios de paso de los autobuses, por lo que nos remite al conductor.

Abandonar la ciudad es un alivio. La carretera ahora cruza un pinar en toda su extensión, sin una sola curva, dando la sensación de avanzar por un túnel hasta llegar a una glorieta con sus indicaciones. Es el primer anuncio advirtiendo de que entramos en tierra de vinos: vamos a Peñafiel. Las oxidadas vías del antiguo ferrocarril que unía Valladolid con Aranda de Duero siguen tendidas paralelas a la carretera en algunos tramos. Pienso que es una lástima que quedara en desuso. Con tantas y tan buenas bodegas en esta zona, qué mejor que hacer la visita en tren. Los pinares continúan saliendo a nuestro paso y comienzan a verse los primeros viñedos. Al fondo una alameda que serpentea el paisaje nos recuerda que estamos siguiendo el curso del Duero. Observo que los pinos de esta zona son distintos a los que se suelen ver junto al Mediterráneo. Son pinares menos tupidos, como aligerados de sus copas. Junto al mar forman un tejido compacto, uniforme y homogéneo, donde las ramas de unos se cruzan con las de los pinos vecinos y las copas se funden y confunden las unas con las otras. Aquí, en cambio, son bosques de pinos individuales, con sus copas bien perfiladas, redondeadas y ligeramente achatadas sostenidas por un tronco recto y estrecho que le confiere una aparente desproporción, como de árbol cabezón.

el coso de Peñafiel


Las indicaciones en la carretera siguen recordándome etiquetas de vino: Quintanilla de Onésimo, Valbuena, Aranda de Duero. Hacia allá continuará el autobús cuando nos bajemos en Peñafiel.

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