jueves, 17 de junio de 2010

Sobre los vinos

Un buen amigo me contaba que durante años, cuando iba a visitar a su madre en verano -vivía en Holanda, país de origen de mi amigo- siempre le llevaba un par de botellas de vino, pero que había decidido dejar de hacerlo. Mi amigo es huérfano de padre desde antes de empezar a afeitarse, y parece ser que el nuevo novio de su madre -y esta palabra, “novio”, la escupía con desdén, le dolía como quien se arranca una costra- era un arrogante presuntuoso incapaz de respetar las más sencillas normas en cuanto al vino se refiere. Mi amigo me contaba que le había explicado que el vino tinto no debía servirse recién sacado de la nevera. Es más -me decía- le había insistido que no debía guardarse en la nevera. Pero su interpretación del consejo había sido peor, pues seguía guardándolo en la nevera y antes de servirlo lo metía un rato en el microondas -y aquí mi amigo se echaba con desesperación las manos a la cabeza y exclamaba- ¡Lo metía en el microondas! Y nos reíamos de la estupidez de el-novio-de-su-madre. Él volvía a repetir ese “¡En el microondas!” con las manos en la cabeza, acompañado de un par de comentarios burlones y las carcajadas cómplices reaparecían antes de haber terminado las anteriores. “¿Cómo se podía ser tan ignorante?” nos preguntábamos.

Bien, pues el lunes estuve en una presentación de vinos alemanes. Ahí estaban los mejores bodegueros teutones ofreciendo sus magníficos riesling y alguno más. Y ahí se juntaron las mejores narices del panorama patrio: bodegueros, summiliers, expertos, críticos, enópatas varios... y un servidor, que pasaba por allí como un pueblerino por la capital. Con el primero que probé pensé “joder...”. Con el tercero o cuarto, echando mano de mi extenso y preciso catálogo de adjetivos exclamé: “¡Hos-tia!”, así marcando las sílabas. Y a partir de ahí y hasta el final del centenar largo de catas acabé con mi rosario de exclamaciones, sobre todo cuando aparcamos frente al mostrador de Herr J.J., y tras deleitarnos con sus caldos nos hincamos de rodillas para jurarle devoción eterna y después abandonamos la sala haciéndole la ola. Durante las cuatro horas largas que duró la cata, no logré reconciliarme conmigo mismo por estar escupiendo tantos vinos que en mi modesta opinión eran excelsos. De hecho, temía salir a la calle pues tenía la certeza de que, por justicia divina, nada más pusiera un pie afuera un rayo fulminante caería sobre mi pecadora persona para convertirme en un montoncito de polvo que se llevaría el viento, camino de alguno de los anillos más aterradores del Infierno de Dante. Pero, ¡joder, que eran más de cien! Sirva como propósito de enmienda que hacia el final me los bebí todos: eran demasiado buenos.

Por recomendación del ínclito Jordi Melendo, fuimos a comer a “El pa torrat” en Castellvell, donde nos deleitaron con su buen hacer a los fogones, su atención exquisita y una excelente bodega, de la que el Padrino y maestro de ceremonias escogió dos champagnes que deben ser pecado de lo buenos que estaban. Por la mesa pasaron, entre otras delicias, unos buñuelos de bacalao de los mejores que he probado (y eso que mi madre es una experta en tales lides), un fricandó que se deshacía en la boca o un excelente conejo, tierno y jugoso. Para el epílogo nos reservaron dos botellas de vino rancio dulce de “De Muller”, el uno con una solera de 1918 mientras que el otro fue el célebre “Pajarete”, solera de 1851, de los que dimos buena cuenta agarrados a unos buenos habanos.

De regreso a Barcelona en el coche sonó el “Exile on Main Street” de los Stones y hablamos de Calamaro, Paco de Lucía y el gran Miles.

El día se hizo noche en “Monvínic”, en la calle Diputació de Barcelona, donde otra vez el Don extrajo de la carta un elenco de caldos que todavía palpitan en mis sienes. Ahí estaban el Jérome Prévost, un champagne rosé pinot meunier, seguido del Vincent Girardin, un borgoña chardonnay Chassagne-Montrachet Premier Cru del año 96 del siglo pasado que era puro néctar, como un caramelo de café. Tampoco faltó a la fiesta el Domaine Jean-Marc Boillot, un borgoña pinot noir del 90. Y mientras encargábamos el Domaine Pierre Gaillard, un Condrieu de 2002, no pudimos resistir la tentación de pedir también un par de copas del Sagrantino di Montefalco del 99 Arnaldo Caprai y el Foreau - Domaine du Clos Naudin, un chenin blanc del Loira. Lamentablemente, las tapas con que acompañamos los vinos no estuvieron ni remotamente a la altura de las circunstancias. Sin duda es un aspecto que deben mejorar y mucho. La cuenta ascendió de forma indecente aunque, las cosas como son, bastante por debajo del precio en tiendas. Y qué coño, que la saldamos bien a gusto y todavía con la sonrisa de oreja a oreja.

Al finalizar la noche, feliz y contento como estaba, no pude evitar acordarme de el-novio-de-su-madre y sentirme un poco ignorante, un poco abrumado; no pude dejar de pensar que, pese a todo lo que había disfrutado, pese a lo mucho aprendido, no había conseguido apreciar tanto como se merecían tantos placeres.


Pecando en 'El pa torrat'
Pecando en 'El pa torrat'

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