miércoles, 25 de agosto de 2010

Lo que ven mis ojos

El anciano, seco y encorvado como un sarmiento, se acerca despacio a la barra del bar arrastrando sus pies cansados calzados con unas deportivas del color de mil lavados y mil kilómetros andados por los bancales arcillosos de los olivares. Pide un vino, cosechero, frío, servido de una botella de algún refresco de dos litros que sacan de la nevera. Es un vino de un rojo rubí translúcido, casi rosado pese a mantener la tonalidad del tinto. La camarera, un chica joven de quien los viejos del bar, pese a que está trabajando apenas desde que empezó el verano, ya han memorizado todas sus generosas curvas y redondeces mientras se humedecen los labios ajados con la punta de sus lenguas, le pregunta al anciano si lo quiere con tapa. Le deja elegir entre las varias que tiene –choto al ajillo, pies de cerdo con garbanzos, almejas a la plancha, anchoas marinadas- porque sabe que sólo tomará una con el primer vino. Con el vaso en la mano, después de darle un sorbo para no derramar con sus inevitables temblores, porque ese vasito es algo demasiado pequeño y frágil en sus manos rudas de campesino viejo, arrastra los pies hacia la mesa solitaria junto a la columna y se sienta, solo, no habla con nadie y nadie le habla a él. Tiene mala fama, fama de mala persona y con eso basta en el pueblo. Tanto da si es cierto como si no. Vacía el vaso y de entre los pliegues de sus pantalones, unos pantalones que años atrás fueron de su talla y que ahora se anuda bajo el pecho sin poder evitar las bolsas y ausencias en todas sus articulaciones, saca un pequeño monedero del que extrae un billete de cinco euros doblado sobre si mismo en varios pliegues, hurga en el fondo con sus dedos torpes, cuenta las monedas y se levanta a por otro vino. La gente que se arremolina junto a la barra le hace un hueco y sigue con sus charlas, ajenos a él, dándole la espalda.

Hay mucha gente joven entre los parroquianos pese a ser el hogar del pensionista. Algunos han venido de la capital para pasar unos días de vacaciones en el pueblo con sus familias. Otros, venidos también de alguna capital, están en paro y han regresado al pueblo para poder vivir con su exigua paga y, de paso, sacarse algún dinerillo echando horas limpiando olivos o recogiendo leña para el invierno. Todos, sin excepción, están aquí y no en otro bar porque saben que en este es donde sirven las mejores tapas, al margen de que sea el más barato, que dadas las circunstancias tampoco es baladí. Pero eso no es una cuestión que suela abordarse francamente. Aquí no se habla nunca de dinero, ni del que se tiene, ni del que se gasta, ni del que se debe. En el pueblo existe una especie de acuerdo tácito para evitar ese tema, como si fuera un sucio y vergonzoso tabú. Y quien lo rompe es objeto de críticas, burlas o chanzas, como esa mujer que asegura haber alquilado un terreno para montar la plaza de toros durante las fiestas por tres mil eurazos. “Si no me pagan quemaré la iglesia” asegura, pese a que todos saben que es una beata que moriría de abulia sin sus tardes de cotilleo. Aquí de lo que se habla es de tantos o cuantos olivos, o de tantos o cuantos kilos de aceituna. Si uno recoge quinientos o mil, le dará para pagar el prensado y tener aceite para todo el año, que no es poca cosa. Pero con quince o veinte mil kilos al año, es que puede permitirse vivir bien.

Un grupo de hombres vestidos con ropas de trabajo hablan de sus cosas. El que tiene la voz cantante y al que todos escuchan parece ser uno de esos con muchos kilos de aceituna al año. Los vasos que sostienen parecen minúsculos en sus manos grandes y nudosas. Sus rostros oscuros y curtidos a la intemperie como una bota vieja hablan de ellos más que sus propias palabras. Discuten sobre la necesidad de renovar la maquinaria, hasta que uno de ellos menciona el eterno problema: no encuentran gente que quiera trabajar en el campo. Los hijos emigraron y ya no están por la labor. Si acaso, alguno les ayuda en la aceituna aprovechando los pocos días que regresa al pueblo durante las Navidades, pero poco más. Cuando ellos ya no puedan dedicar sus fuerzas al campo, todo se perderá. Ya hay, de hecho, muchas, demasiadas parcelas abandonadas que son pasto de las malas hierbas. Así las cosas, ¿quién es el loco que renueva la maquinaria? Se produce un silencio incómodo en el que todos piensan lo mismo tantas veces pensado pero no se atreven a expresar; sopesan el éxito o fracaso de su sacrificio que ha permitido a sus hijos labrarse un futuro lejos de aquí, pero que precisamente por eso ha condenado la continuidad del campo en la comarca y del mismo pueblo. Forzando un cambio de conversación, uno de ellos comenta sin entusiasmo que este año arrancará los almendros para plantar olivos, ya que no le son rentables. Los demás asienten en silencio, como si ya hubieran hablado de ello en otras ocasiones.

Regreso a la conversación que se desarrolla junto a mí, alrededor de la mesa donde estoy sentado. No me he movido de mi silla desde hace un buen rato, pero sólo había dejado ahí mi cuerpo; el resto andaba arremolinado entre los parroquianos del bar como el humo de los cigarrillos. He caído de nuevo aquí en medio al notar que se dirigían directamente a mí para preguntarme algo, de igual manera que lo habría hecho si alguien hubiera reventado con un alfiler el globo que me mantenía a flote sobre ellos. Hablaban de juntarse hermanos, primos y tíos en casa del tito Gregorio para comer unos conejos al ajillo y querían saber si contaban conmigo. Discutían a quién comprar los conejos, porque de matarlos, desollarlos, destriparlos y cocinarlos se daba por supuesto que nos encargábamos nosotros. Y como también por supuesto yo no iba a desnucar, despellejar ni destripar a ningún conejo, me he comprometido a encargar buen vino –sin desmerecer el cosechero del tito Gregorio, Dios me libre- para la ocasión.

Para un urbanita hasta las trancas como un servidor, basta con una inmersión de unos días en lo más profundo de la vida rural para resquebrajarme esquemas y prejuicios hasta obligarme a redefinir conceptos que antes tenía perfectamente calibrados, tales como brutalidad, barbarie o primitivo. Todo queda diluido en un confuso pragmatismo tradicional difícil de juzgar con los mismos parámetros que se manejan entre amplias avenidas eslabonadas de semáforos y muslos de pollo plastificado en la sección frigorífica del hipermercado. Aquí nadie se plantea juicios de valores ni morales cuando hay que desnucar un conejo; ni se le ocurre sentir pena o empatía por él. Simplemente lo saca de la jaula, lo agarra por las patas traseras y le asesta un golpe en la nuca con la mano libre. De igual forma que desplumará una gallina y le cortará la cabeza de un hachazo certero sobre el mármol de la cocina, o hundirá un largo cuchillo en la yugular palpitante de un marrano que se desgañita chillando mientras se desangra hasta llenar el cubo que alguien habrá colocado bajo el cálido chorro que mana del profundo tajo. Y todo esto no solo es necesario, sino que es festivo y colectivo. No es de extrañar, pues, que las plazas de toros se llenen durante las fiestas patronales: lo que allí se ofrece, asumido por todos el componente sangriento, es solamente espectáculo. Y pese a todo, todavía existe la percepción de la crueldad, que se halla en ese límite que obliga al matador a no fallar con el estoque, igual que ellos no fallan en el golpe en la nuca. Ante eso, ante el innecesario sufrimiento del astado, la plaza entera responderá con silbidos y pataleos de desaprobación e incluso –no será la primera ni la última vez que ocurra- si la incompetencia con la espada y el descabello es manifiesta, intercederá la benemérita para rematar al toro de un disparo. Y también pese a todo, pese a esta aparente simplicidad de la vida y la muerte, todavía queda espacio para que un urbanita como yo observe las contradicciones rurales cuando alguien me dice que ya no va a los toros porque no le gusta que maten a los animales, justo dos días después de haber celebrado la apertura de la veda de caza poniendo a punto su escopeta.

mansos y bravos

Al final, el guiso de conejo al ajillo con patatas resultó delicioso. El vino, por gracia de Don Fernando, llegó con tiempo más que suficiente y fue generosamente alabado y festejado, tanto o más que el blanco amontillado del tito Gregorio, que observaba la escena desde su rincón de la cocina, atento, pero sin distraerse de su gran sartén de sustentos que comía despacio y sin pausa con una cuchara.

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