viernes, 1 de octubre de 2010

Viejos y nuevos vecinos

La ventana de la habitación del fondo se abre a una galería por la que entre sus paredes y debido a un efecto de resonancia, se amplifica cualquier susurro de tal forma que ni el propio Galileo hubiese podido explicarlo. Pero por lo común la gente, en su casa, no susurra sino que tiene a bien hablar a gritos o poner la música a nivel de bar de copas, convirtiendo la supuesta privacidad doméstica en ineluctable publicidad vecinal. Así pues, somos puntualmente informados de cuando, en la tienda de animales de los bajos -y vivo en un ático-, tienen que bañar y cortar el pelo a un chucho. O que la divorciada del primero le está leyendo la cartilla al haragán de su hijo adolescente. O que dicho adolescente tiene un pésimo gusto musical y que pese a sus constantes súplicas, todavía no ha conseguido que su madre llame a la puerta antes de profanar la sagrada privacidad de su cuarto. También sabemos que los setecientos cincuenta y siete ecuatorianos que vivían en el segundo fueron desahuciados por impago porque ya no se escucha salsa, merengue, bachata ni reguetón a todas horas. Bueno, también lo sabemos por los golpes que se escuchaban cuando vinieron a derribar la puerta los del banco con un representante judicial. Por supuesto nos hemos enterado que en el tercero tienen un perro porque se pone a ladrar cuando escucha los ladridos desesperados de los perros que van a lavar y cortar el pelo en la tienda de animales. Asimismo, también tenemos noticia de que los nuevos vecinos del otro ático tienen una niña que sólo se comunica dando gritos y que si yo fuera su padre ya le habría hecho entender qué pasaría si gritaba otra vez. Afortunadamente, la panda de delincuentes adictos a las fiestas de madrugada y a las alegrías por vía nasal que habitaban el sobreático ya han sido expulsados de la comunidad. Y ahí está precisamente la gracia de todo esto.

Hace unos días estaba en la habitación del fondo ordenando cajas y a través la ventana abierta escuché unas voces nuevas, por completo ajenas a la vecindad habitual, que llegaban desde arriba. Reían y hablaban un idioma absolutamente incomprensible para mí, pero que gracias a haberme tragado todas las pelis de James Bond pude concluir que era ruso. Y eran voces manifiestamente femeninas que mi mente libidinosa imaginó procedentes de curvilíneos cuerpos de generosos volúmenes adornados por prometedoras sonrisas bajo lánguidas melenas rubias. Bien, pues hoy se han confirmado mis sospechas. Tengo viviendo justo encima de mi cabeza a unas rusas cañón y maldigo a mi diosa fortuna por no habérmelas traído hace poco más de tres años.

Tengo entendido que en Rusia es común establecer buena relación entre vecinos y que para ello agasajan a los nuevos inquilinos con una cordial visita y posterior invitación a tomar el té o incluso a comer. Procuraré ser un buen vecino. Sólo tengo que esperar al próximo día que ella vaya a cenar a casa de sus padres para subir los pocos peldaños que me separan de las rusas con una botella de champagne en la mano.