martes, 1 de febrero de 2011

Aire fresco

Hace unos meses un grupo de antiguos compañeros del instituto me localizaron para proponerme una cena de reencuentro. Tras veinte años sin saber nada de ellos me encontré con un grupo de perfectos desconocidos totalmente ajenos a mi vida. No negaré que con alguno reedité cierta afinidad, pero lo cierto es que la sensación general fue de absoluto e inexorable distanciamiento. Durante veinte años no había pensado en ellos ni me había apetecido volver a verlos y es bastante probable que en los próximos veinte años mi interés por esta gente siga igual.

Hace un mes recibí una propuesta para reunirme con los viejos amigos de primaria. Estamos hablando de hace veinticinco años, más de media vida. Todavía no he dado una respuesta al ofrecimiento. Tengo claro que diré que no cuenten conmigo, pero sigo pensando en la forma de hacerlo. Supongo que la amistad es un valor efímero, muy volátil. Se diluye cuando los caminos se bifurcan y los intereses cambian. A menudo ni siquiera es necesaria la distancia física; la distancia entre dos personas puede ser un abismo incluso cuando viven juntas.

Charlando hace unos días con un amigo de nuevo cuño, me comentó que él, periódicamente, quizás cada año, hacía un examen mental de la gente que le rodeaba, de los que consideraba amigos y conocidos, y los reubicaba sin ningún rubor según su percepción. Tomaba conciencia de los que habían dejado de ser amigos y, a la vez, de los que pensaba que debía empezar a considerar como tales, para actuar en consecuencia, para saber en quién podía confiar y en quién no, para no llevarse a engaño y evitar desilusiones posteriores.

Supongo que es algo que he estado haciendo durante años sin ser consciente de que lo hacía, sin esa reflexión previa que me habría evitado según que desengaños. Y en eso ando ahora, reflexionando y abriendo puertas y ventanas para ventilar la casa.

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